Hoy me encontraba en el despacho tratando de acabar de encajar un proyecto que últimamente ha ocupado gran parte de mi tiempo. Como ocurre siempre en el proceso de diseño, todo son dudas que a medida que voy resolviendo aparecen otras cuestiones que hay que encajar con lo logrado. Justo cuando ha llegado el momento de máxima concentración en el que estaba totalmente absorto con lo que hacía ha sonado el timbre de la puerta de entrada. Un poco contrariado me dirijo hacia la puerta no sin quitar el ojo a las últimas líneas que acababa de trazar sobre el papel metido mentalmente en ese barullo. Al abrir, atónito veo que Albert Camus está plantado frente a mi puerta con cara sonriente, me quito las gafas de presbicia para contemplar mejor esa escena y comprobar si es cierta o ando confundido por mi estado anterior. Efectivamente, es él, lo reconozco por una imagen de él que conservo en la memoria. Lleva un abrigo largo de solapa, ancha una bufanda al cuello dejada caer por su pecho y un pitillo en la boca. Lo primero que se me ocurre es decirle Bonjour Monsieur, él me da los buenos días y me pide poder pasar al interior.
A partir de aquí hay que imaginar la conversación en francés, un idioma en el cual me defiendo pero que a bote pronto fallo en fluidez. Puedo haber impartido clases y conferencias en Francia, en Marruecos, sobre arquitectura y paisajismo pero, en fin, no es lo mismo encontrarte en la tesitura de conversar con Camus en su idioma natal. Yo le invito amablemente a pasar extrañado y excitado a partes iguales por la visita de tal personaje ilustre. Le pido que por favor se acomode como le plazca e intentando buscar un hilo de conversación al inesperado encuentro le ofrezco un té o café y me contesta de inmediato que hace ya mucho tiempo que no necesita nada de eso. Él mismo toma una silla y se sienta junto a la mía, frente a los dibujos que me tenían ocupado antes de su interrupción. Tratando de hacer la visita amena y percibiéndolo expectante como si quisiera que le contase algo, de repente se me ocurre hablarle de que cuando visité en varias ocasiones la ciudad de Argel y me acerqué a ver la ruinas romanas de Tipasa (antigua Tefessedt) encontré una placa dedicada a su memoria. No hubo tiempo, para mayor sorpresa, se me adelantó preguntando sobre los dibujos que había encima de la mesa y que yo acababa de interrumpir para atender la visita. La verdad es que me sentí reconfortado porque ese era un tema del que podría estar hablando largo y tendido.
Los proyectos de arquitectura, durante el proceso de elaboración, generan en el arquitecto un estado obsesivo y absorbente, quizás parecido al de quien ha sufrido algún tipo de shock por, por ejemplo, un accidente de tráfico al que ha sobrevivido y ya no puede dejar de pensar en él, reconstruir la escena en su mente. Uno se puede convertir en un ser monotemático que no sabe desconectar y su alivio pasa por buscar las victimas propicias para desahogarse en una especie de vomitera mental resacosa… Con el proyecto que me ocupaba ahora no era diferente. Así pues le expliqué cómo había ido hasta ese momento el encargo, las reuniones con los clientes expresando necesidades, gustos, preocupaciones y cómo estaba estructurando yo todo ese mundo sobre esa base y mi experiencia como arquitecto, me atrevería a decir casi como improvisado psicólogo. Camus se mostró muy interesado y después de oírme empezó a hacer numerosas observaciones que yo encontré que tenían mucho sentido dentro del proyecto y también cargadas de sentido común en general, eran como una lección de vida. Todas sus observaciones las encontré tan sugerentes que me puse a dibujar a medida que las iba enumerando modificando el diseño que había sobre la mesa. Al notar mi entusiasmo y decirle que no quería tampoco acapararlo me contestó que tenía todo el tiempo del mundo, que nadie lo esperaba. Así, después de un buen rato, teníamos un diseño global parecido al de partida pero se había quedado reducido a la mitad aproximadamente. Al verme aturdido y pensativo por el resultado Camus salió al paso resumiéndome lo que había ocurrido y descubriéndome que la mayoría de las veces con menos se puede decir lo mismo, que prácticamente todo puede reducirse.
Vivimos con muchas cosas superfluas dando demasiada importancia a lo accesorio, sin ser conscientes de lo que es la vida en realidad, nos dejamos llevar siempre preocupados todo el tiempo por el presente y sobe todo temerosos por un futuro que quizás no llegue o que no sea tal cual imaginamos, víctimas del orgullo que nos hace torpes, patéticos y en ciertas ocasiones incluso a nuestro perjuicio. Yo oía atentamente sin cuestionar nada pero fruncía el ceño asintiendo levemente contrariado porque cada proyecto lleva muchas, muchísimas horas de trabajo y había invertido cantidades ingentes de tiempo en ello. La verdad es que tengo tendencia a escuchar y respetar todas las opiniones que estén fundamentadas o sean resultado de una experiencia vital solvente, en este caso mucho más por ser de alguien que ya ha vivido y sabe bien lo que es la muerte, aunque de eso último no llegue a preguntarle. Yo le agradecía la lección que me estaba dando pero pensaba al mismo tiempo: “¿Esta visita con este sermón es sólo para mí o se trata de una campaña de concienciación de arquitectos o de la gente en general?”
Estaba muy confuso con todo lo ocurrido hasta el momento cuando volvió a sonar el timbre de la puerta. Era mi vecina, que muy amablemente me decía que iba a salir a la calle y que dado el tremendo frío que hacía podía aprovechar el viaje y traerme algo de compra a mí también si me hacía falta. Camus, que oyó el ofrecimiento de la vecina desde su silla me gritó apresurado antes de perder la oportunidad una sugerencia: “¿Por qué no empezamos a hacer el proyecto ya que ha que dado definido?” Me quedé parado un momento y por respeto a la voluntad de un muerto, elaboré rápidamente una lista mental de lo que podríamos necesitar, al menos para arrancar el proyecto. Así pues le dije a mi vecina: “Te agradezco mucho el ofrecimiento porque ahora mismo necesitamos una buena caja de herramientas completa, una taladradora con gran variedad de brocas, un nivel, una cinta métrica y al menos 25 placas de paneles de cartón yeso tipo “Pladur” de 12mm con todos los perfiles metálicos de soporte, cinta tapajuntas”. Una vez recitada toda la lista la vecina no perdía la sonrisa amable del principio incluso me dijo que no me preocupara que eso estaba hecho. Al darme la vuelta Camus ya no estaba en su sitio, tampoco en la sala. ¿Podía haber ido al baño? Claro que no, no lo necesitaba, estaba muerto, está muerto, aunque eso no me extrañó en ningún momento (lo de estar hablando con un muerto). Por prudencia ante lo desconocido decidí sentarme en mi silla, ahí empecé a darle vueltas a lo ocurrido. Menos mal que la visita fue de alguien que habla francés, no sé qué hubiese pasado si hubiese venido Wagner o Nietzsche, de alemán sí que no entiendo ni hablo nada. Y ¿Por qué vino Camus?
Otro ruido perturbador pero familiar que no acabo de reconocer me distrae de mis pensamientos y de repente me encuentro mirando el techo de mi dormitorio… Así fue, era un sueño. Repaso divertido el sueño, corro a buscar bolígrafo y papel para apuntarlo y no perder ningún detalle. Mi mente ha seguido trabajando mientras dormía, y con visitas tan privilegiadas como esclarecedoras, ¡Ni durmiendo se llega a desconectar! Utilicé el sueño para resolver aquel proyecto, aunque nunca antes lo había contado y ni los clientes, ni mis compañeros, colegas ni amigos lo sabían hasta ahora mismo, pero Camus, mientras dormía, formó parte de mi equipo en Carlos Salazar Arquitectos. Hay que ver cuántas cosas esconde un arquitecto. Me gusta la idea de compartir estas historias; para los profanos quizás resultarán curiosas, algunas divertidas, otras menos, pero que de cualquier modo nos acercan para entendernos mejor. Para los colegas y profesionales del sector intuyo que serán útiles en cierto modo o, como mínimo, les harán sentir comprendidos porque seguro que compartimos más de un secreto.